El logotipo del ecómetro

No sé quién decía que el final de una novela debía cumplir dos requisitos. Uno: ser inesperado; y
dos: que el lector sienta que no podría haber sido de otra manera.
No sé si el logo del Ecómetro es inesperado, pero sí creo que no podía ser de otra manera.
Cuando uno acaba un trabajo de diseño y cree que se ha hecho bien, uno no tiene la sensación de haber inventado nada nuevo, sino la haber atrapado la única solución posible que andaba volando sabe Dios por dónde y haberla llevado al papel. Esto es lo que me ha pasado con el logotipo del Ecómetro, que, igual que novela, sólo podía tener un final.

 

Tenía que ser un pentágono, por descontado, tenía que ser sencillo, directo y claro, tenía que tener un gradiente, tenía que ser vivo y optimista, pero serio a la vez, y tenía que tener una bonita tipografía del siglo XVIII.

No había motivo alguno para no hacer un pentágono, era lo más lógico, no podía haber otro final, eso estaba escrito. Tenía que ser un pentágono porque el logo es una síntesis del gráfico que la herramienta del Ecómetro elabora al analizar un proyecto arquitectónico en sus cinco parámetros, en sus cinco “vértices” (R: relación con el entorno, M: materiales, D: diseño, A: agua y E: energía).
Cuando se evalúa un proyecto con el Ecómetro, éste nos da un gráfico en el que cuanto más se acerque la línea roja al vértice exterior significa que en ese parámetro la obra es más ecológica, y cuanto más cerca del centro se quede, menos ecológica (mucha gente ya lo sabrá, pero para los que no pues no está de más una breve explicación).

Tenía que ser sencillo, directo y claro. Como creo que debe ser el diseño gráfico, la comunicación en general. Que sea para todo el mundo, que lo entienda el diseñador más enterado de Berlín y el carnicero de mi barrio, que aúne, que sea inclusivo, que no excluya, que no cree barreras, que ya hay bastantes (y en muchas el diseño y la comunicación tienen su parte de culpa– y los arquitectos también, claro). Así que la resolución gráfica debía ser sin artilugios, sin excesos, sin trucos ni arreglos gráficos. No es la máxima tan de moda hoy de “menos es más”, sino más bien “sin más” o “ni más ni menos”.

Decía que de alguna manera tenía que estar presente el concepto de gradiente, de escala. Eso no estaba escrito pero como si estuviese. El Ecómetro, aunque cosa bien compleja en sus intríngulis técnicos, en sus cálculos matemáticos y demás, no deja de ser algo que mide, como dice su nombre.
Así que pedía a gritos una escala. Por tanto, un gradiente con el centro en color amarillo (podría haber sido rojo –ése es otro debate), representando lo menos ecológico, lo más contaminante, y con el verde (color “ecológico” por excelencia –no podía ser otro color) en la parte de fuera, representando lo más ecológico y sostenible.

Tenía que ser vivo, ¿cómo no? Si se trata al fin y al cabo de no arruinar el mundo, de no destruirlo todo, habrá que pelearlo con vida, no hay otra. La muerte ya la ponen otros. Por eso tiene colores vivos, chillones incluso, esperanzadores, pero su diseño es matemático y riguroso, serio, como es el problema de la sostenibilidad en cuestión y como es el trabajo meticuloso y exhaustivo que ejecuta el Ecómetro. El logo está formado por cinco pentágonos escalados en color y en tamaño y la figura que forma se puede ver de fuera hacia dentro o de dentro hacia fuera. Hacia dentro, como una diana, hacia el centro amarillo, hacia el meollo de la cuestión que no es otro que el hecho de que nos quedamos sin mundo como no tomemos otros caminos más razonables. O se puede ver de dentro hacia fuera, como una flor que va creciendo desde el amarillo hasta el verde, expandiéndose, abriéndose. Por eso es un logo optimista, porque abrirse siempre significa sumar. Y de eso se trata todo esto, de sumar. El Ecómetro es una herramienta de código abierto –y ésa es una de sus patas ideológicas o filosóficas–, y el código abierto lleva implícito ese concepto de suma, de hacer comunidad, de compartir, como lo lleva el software libre y la cultura libre. Tanto el código libre como el Ecómetro son partícipes de una misma lucha, la de proponer otro modelo y que la gente se vaya sumando –que el amarillo reverdezca–, que las cien mil comunidades en las que vivimos cada uno y en la única en la que vivimos todos, la vida se desarrolle en circunstancias de mayor libertad y justicia, para el medio y para los que lo habitamos. El Ecómetro no es sólo un “no” a lo imperante, no es un grito nihilista (tan necesarios y saludables por otra parte), es una propuesta en firme, una alternativa real, un ejemplo más de que “hay otro manera”.

En cuanto a la tipografía, tenía que ser una tipografía afable, cercana. Ante algo tan técnico y matemático como es en cierto modo el Ecómetro y como es el pentágono, tenía que tener una tipografía más humana –y sin perder la seriedad–, así que se imponía una tipografía “serif”, que son las que tienen “adornos”, “remates” o “serifas” en las terminaciones de las letras. Las “sans serif” o “de palo seco”, que son las que no tienen esos remates, y suelen ser más frías, dar un aire más técnico, más neutro. De esta manera, en el icono del pentágono se resuelve el concepto de medición, de técnica, de rigor matemático, y en la tipografía se da peso al lado humano, motor y razón imprescindible que tiene el Ecómetro y la ecología en general.
La tipografía en cuestión es la Baskerville. Su nombre se lo debe a su creador, John Baskerville, que era un hombre que algunos llaman “el impresor total”, ni más ni menos. Hacía desde el diseño y el talle de los tipos hasta su propio papel y su propia tinta, mejoró los métodos de impresión… Intervenía en todo el proceso con el único fin de conseguir una tipografía y una impresión lo más nítida y legible posible. No era un tipógrafo que se perdiese en el adorno por el adorno, él pretendía la mejor comunicación, sin renunciar por ello a la estética y la sutileza del detalle. Tenía una visión integral de su trabajo, como integral es la visión del Ecómetro. John Baskerville vivió en el S. XVIII, del que se dice fue el gran siglo de la tipografía. Es el siglo de las luces, el de los avances intelectuales, el de “Pienso, luego existo”, el de matar un poco más a Dios, el de no dar por sentado lo que nos cuentan, el de creer en un mundo mejor. También es la antesala de la Revolución Industrial y del capitalismo moderno, pero en un siglo cabe de todo.

Y en los siglos que nos quedan no sabemos qué va a pasar. Aún no hemos llegado el final de la novela, no sabemos si esto acabará como el rosario de la Aurora, con los polos derretidos y sin Amazonas o no, si seremos capaces de reconducir la cosa hacia buen puerto y conseguiremos un mundo más habitable. El Ecómetro es, a mi entender, una pieza más en impedir que nos escriban el final a su gusto (y para su beneficio), el Ecómetro es un deseo enérgico de que la novela acabe bien, una apuesta decidida por que acabe como tenía que acabar.

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